domingo, 11 de noviembre de 2012

El entierro del conde de Orgaz

     Se trata de un óleo sobre tela de 480 x 360 cm. de estilo manierista. Se encuentra en la iglesia de Santo Tomé de Toledo y fue realizado en el año 1586. Es, posiblemente, su mejor obra y la más admirada del autor. Tenía que representar el milagro que en 1323 ocurrió en aquella iglesia cuando se iba a enterrar a Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de Orgaz. En ese momento bajan del cielo San Agustín y San Esteban (santos por los que el difunto sintió una gran devoción en vida) y lo entierran ellos mismos con sus propias manos. Por lo tanto, el cuadro ha de representar esta escena con el fin de informar al visitante del hecho extraordinario que ocurrió en ese lugar, a la vez que le recuerde que ciertas virtudes como la caridad o el rezo a los santos son razones de peso para poder alcanzar la vida eterna, motivo por otra parte de que se produjese el milagro.
         
     De formato medio apuntado, el lienzo aparece claramente dividido en dos zonas: una celestial y otra terrena. Renuncia a lo escenográfico y a la ambientación de la parte inferior, y la concibe simplemente como la exposición del milagroso entierro. En el centro de la zona baja, San Esteban, juvenil, y San Agustín, con barba blanca, sostienen el cuerpo del caballero revestido de su armadura de acero, parcialmente dorada. La indumentaria de los dos santos da ocasión al pintor para introducir pinturas dentro de la pintura (la lapidación de San Esteban o la franja verticular con figuras de santos). Un friso de caballeros compungidos y resignados, limitados por clérigos y sacerdotes,  asisten a la escena. Se cree que todos los asistentes al milagroso entierro son retratos de personas del tiempo del Greco, el niño que aparece en la parte izquierda, pintado a una edad de diez años es su propio hijo señalando con su dedo al personaje central; de su bolsillo sale un papel en el que se lee “Domenico Theotocopuli 1578 (el verdadero nombre del pintor). El caballero que aparece mirando fijamente al espectador invitándonos a entrar en el misterio admirable que contemplan nuestros ojos es un autorretrato.
            
     La parte superior, la celestial, se asienta sobre unas nubes que constituyen el soporte de los personajes que residen en la gloria: Jesús, en lo alto, y la Virgen y San Juan, lo que se conoce como déesis, flanqueando la entrada celeste. En el movimiento de la nube de la parte izquierda puede identificarse a David, Moisés, Noé y, más arriba, San Pedro con las llaves. Entre los santos venerables de la parte derecha pueden reconocerse a Felipe II y al cardenal Tavera. Todos contemplan la presentación, ante Cristo como juez, del alma del señor de Orgaz.
     
     La unión e integración de los mundos se realiza tanto a través del ángel que lleva entre sus manos el alma del difunto, como por el hecho de que dos personajes celestiales se convierten en protagonistas de un acto terrenal. Cada uno de estos dos espacios trasciende y penetra en el contrario.

     Desde el punto de vista cromático existe un predominio del negro y de los tonos fríos, en la zona terrenal, que son como el telón de fondo del cuadro, sobre los que destacan los blancos y grises, amarillos y rojos, junto a una gama secundaria de violetas, azules y verdes. En la zona superior la gama cromática, los tonos y matices, es mucho más variada y rica que en la inferior.
            
     La maestría del pintor puede apreciarse en los modelados de las manos, las cabezas, los ojos, las carnaciones, los encajes y los gestos. Otro valor importante del cuadro es el movimiento. En la parte inferior hay un predominio de lo estático; frente al gran dinamismo que puede apreciarse en la parte superior. En cuanto al alargamiento de las figuras es una característica de toda su obra en la que busca, probablemente, una belleza de la forma en su estilización. Por último, El Greco cobró 1.200 ducados en 1590, la cifra más alta pagada hasta entonces en España por un lienzo.
      R.R.C.