jueves, 8 de diciembre de 2011

"El regreso del hijo pródigo" de Rembrandt

                                             
     Óleo sobre lienzo de 262X210 cm. De estilo barroco, pintado en 1669,  quizá su última obra. Un siglo después fue adquirido por Catalina la Grande, e instalado en el palacio de los zares, en lo que hoy es el Museo del Hermitage de San Petersburgo.
     Aparecen cinco personajes masculinos en un espacio de características inapreciables. Pintado con la técnica del claroscuro y el tenebrismo, con un fondo oscuro para que resalte más la escena principal. Profundo contraste entre formas iluminadas y ensombrecidas siguiendo a Caravaggio. Con una pincelada rápida y libre, casi abocetada, tomando a Ticiano como referencia. Esta obra es un ejemplo de gran potencia expresiva y enorme penetración psicológica de los personajes, con una gran armonía cromática, en donde espacio y figuras se convierten en algo inseparable.
     En un primer plano, un joven arrodillado recostando su cabeza sobre el regazo de su anciano padre. Sus pies reflejan la historia de un viaje humillante, su pie izquierdo muestra una cicatriz y la sandalia del pie derecho está rota. Su ropa vieja y estropeada y su cabeza rapada. Su rostro apenas de aprecia. Pero también su cabeza es como la de un bebé y lo que podemos ver de su cara como la de un feto. ¿Es posible que Rembrandt quisiera indicarnos el regreso al vientre de Dios, que es madre y padre? En la cintura lleva una pequeña espada, es el único signo de dignidad que le queda, la única realidad que todavía le une a su padre. Tiene la cabeza afeitada como alguien que ha estado prisionero. El padre inclinado ligeramente sobre su hijo, posa las manos en su espalda. Sus caras vestimentas contrastan con los harapos que porta el joven hijo. El núcleo de la escena reside en el gesto sencillo de sus manos desiguales. La mano izquierda se apoya con firmeza mientras la derecha (femenina) lo hace con delicadeza. Con este gesto unido al de su rostro el pintor transmite todo el dramatismo de la escena. En las manos la misericordia se hace carne y a través de ellas encuentran descanso, no sólo el hijo cansado, sino también el anciano padre. La mirada del padre, llena de gozo y emoción contenidas, es cansada, casi ciega (el autor mostró en numerosas ocasiones su interés por las figuras de ancianos y su debilidad por la gente ciega y los presenta como los que realmente ven). El padre acoge, perdona y ama en reconciliación plena y gozosa, no pide explicaciones, no exige nada, sólo da.
     Se dice que Rembrandt se autorretrató en el personaje del hijo que regresa. Bajo la forma de un viejo patriarca judío emerge también un Dios maternal que recibe a su hijo en casa.  Por otra parte, parece que el hijo pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo profundo de su ser. Algunos estudiosos sugieren que la mano izquierda es la de Rembrandt y la derecha la de “La novia Judía” pintada en ese período. En las manos que entran en contacto con el hijo, nos encontraríamos con el simbolismo del gesto cristiano y religioso de la imposición de manos.
     A la derecha se encuentra el hermano mayor, parecido al padre en la barba y sus atuendos. Correctamente vestido surge desde la distancia. Su mirada parece fría y distante, mientras que la del padre es tierna y acogedora. Su rostro aparece escéptico.  Sus manos recogidas insinúan rechazo, mientras que las manos del padre acogen, envuelven y sanan. Se mantiene apartado de la escena y no es sólo un alejamiento físico. Mientras que la luz que ilumina el rostro del padre es cálida y amplia, la del hijo es fría y estrecha. El hermano mira sin alegría, no se acerca, no sonríe, no expresa la bienvenida. Simplemente está allí, sin deseo ni intención de participar en el recibimiento del padre. Se queda de pie, rígido, que se acentúa por el largo bastón que llega hasta el suelo. El manto que porta el padre es ancho y acogedor, mientras que el del hijo es pesado. El hijo mayor, el que todo lo sabe, el perfecto, el bien ataviado, el responsable, el cumplidor, el juez lleno de soberbia soterrada, en fin, el que es como tiene que ser. Cualquiera de nosotros podríamos representarlo.
     El hombre sentado es posiblemente un administrador, si tenemos en cuenta que se trata de una familia adinerada, contaría con estos servicios, y el que aparece en último término, hay quién ha apuntado que podría ser un recaudador de impuestos. Por último, como surgiendo de la sombra, aparece un rostro femenino sin identificar. Todos estos personajes secundarios, sin ninguna intervención en la escena principal, la contemplan como meros testigos indolentes.
     En este cuadro Rembrandt interpreta la idea cristiana del perdón, al mismo tiempo que transmite su comprensión de la condición humana. Se quiere mostrar el poder y la ternura de Dios que perdona, acoge e ilumina a la humanidad abatida y pecadora que acude al refugio de la gracia divina. Las parábolas recogidas en los evangelios las utiliza para expresar su propia fe. Hay que tener presente que en Holanda, por su adhesión al protestantismo, se inspiran directamente en la Biblia siguiendo la libre interpretación propuesta por Lutero.
     Por otra parte, si se tienen en cuenta las desgracias que fue sumando a lo largo de su vida, quizás tenía necesidad de un abrazo de Dios, como el del cuadro. Cuando falleció tenía delante la esperanza de esta misericordia.
    NOTA: Se ha tenido en cuenta para la elaboración del texto, la opinión y comentarios de Henri Nouwen fundamentalmente.
            R.R.C.